La mañana llegó nublada, tal como cerro la noche, perezosamente la mujer estiró su cuerpo bajo las mantas, sin abrir los ojos pero con la mente más abierta que nunca, consciente de donde el sueño se mezcló con los recuerdos, donde el deseo se confundió con el pasado.
El ya no estaba, había marchado mientras dormía, callado, sin un solo sonido que alertara su partida caminando despacio, en su alma la esperanza de no volver a recordarla, en la de ella la certeza de no poder olvidarlo.
Llevando los brazos a su pecho, rodeando el frío con sus manos para buscar el calor que siempre sirvió para armar su mundo, encontró la bruma desierta del silencio.
El había marcado sus pasos calientes en caminos por sí solos creados, sin pedir un permiso que sin asentir se concedió, hollando las arenas de sus cuerpos ardiendo el fuego en las venas, olvidando que las horas pasaban, sin medir las caricias, plenitud de locura desatada pues los cuerdos amarran los sentimientos, y ellos ni lo intentaron.
No midieron el impacto en cada alma, no quisieron frenar cuando había tiempo, creyó el inconsciente que sería una noche más sin importancia, mientras los sentidos se iban hundiendo formando cuchillos de dulzura, rompiendo los muros sacando a la luz los secretos de sus rotos seres, armando unas vidas quizás sin pretenderlo.
Y como vino, se fue y el salió de su camino y ella no siguió en él.
Se miraron con los ojos del destino, se amaron en un instante de eternidad, se separaron jurándose sin palabras que ¡jamás!, se recordaron por siempre con temor a el día en que quizás el azar volviera a jugar.
Ari
Ari